domingo, 30 de agosto de 2009

La estrella del espectáculo.


Desde muy lejos agucé los ojos, cual artista de Montmartre,
y con la ayuda de una grúa chivata pude distinguirla.

Todo un día estuvo haciéndose la interesante,
o tal vez sólo jugaba conmigo al escondite.

A veces disimulando entre farolas.

Otras disfrazada de aguja de iglesia.

Detrás de rechonchas cúpulas, tan esbelta ella.

Cogida del brazo con las torres de un puente,
como la que va de paseo.

En un ataque de humildad, a la sombra de Egipto.

Entre barrotes por casquivana; siempre a cielo abierto.

Tapando su cara con la vela de un barco,
a la española con blanco pericón.

O vestida con su bandera, como la mismísima República.

Tanto esfuerzo por ocultarse era inútil,
porque yo sabía de la sensualidad de sus curvas.

De la fortaleza escultural de sus largas piernas.

De lo complejo de su personalidad.

A veces coqueta, queriéndose mirar inútilmente en el río.
¿Quién construiría ese puente tan inoportuno?

Y la mayoría de las veces tan alta como arrogante.

Divisándolo todo con sus brillantes ojos poderosos.

Decidí acercarme al fin, y terminar con tanta intriga.
Cuando de repente ella inició un último baile
envuelta en suaves velos verdes,
que fueron cayendo uno a uno a sus pies.

Hasta terminar su número;
demostrando ser la mejor vedette de París.

La única, y siempre en paciente espera,
por ser descubierta una y mil veces más:
La Torre Eiffel.