miércoles, 4 de noviembre de 2009

Segundo Cumpleblog.


Voy con retraso, porque hace ya algunos días que esta burbuja cibernética cumplió su segundo año flotando por aquí. Y es que últimamente mi lado Gretel no suelta muchas miguitas de pan andaluz por el espacio.
Excusas las tengo de todos los colores y sabores, como las gominolas, aunque muchas de ellas no sean tan dulces.

Dos años han dado para mucho, tanto que esto parece regirse por años perrunos en vez de humanos, y si así fuera, ya llevaríamos catorce; en plena adolescencia ¡qué horror!
Me gustaba más un sólo año, aún con regusto de siete, como cuando los tenía realmente.
En aquel entonces se me ocurría pensar cosas tan peregrinas como:
“¿Qué cosas no me han pasado todavía?
y NO quiero que me pasen nunca”.

La lista era larga, pero algo recuerdo:
que alguien cercano se muriera, que me creciera la nariz con el lunar que tengo en su punta, que cosechara algún enemigo…
Todas cosas inevitables con el paso del tiempo, todas menos quizás una: la flexibilidad. Los niños son muy flexibles, tanto que a veces parecen de goma, y nosotros deberíamos aprender a no perder esa cualidad; pero de la interna, de la buena.

Porque a los robles los arranca el viento, mientras los juncos saben plegarse esperando que pase; también espero estar por aquí dentro de un año, o siete, en pié y bamboleándome de forma vacilona como uno de esos juncos.

La inflexibilidad

Cuentan que una vez crecieron juntos un junco y un roble. Al cabo del tiempo el roble se hizo un enorme y engreído árbol que menospreciaba al junco burlándose de esta manera:

- Qué pequeño y esmirriado eres. No vales ni el palmo de tierra en el que estás plantado. Ni siquiera tienes ramas y tu tronco no aguantaría ni un cuarto de kilo. Yo, sin embargo, soy grande, tengo poderosas ramas y mi tronco es mil veces más robusto que el tuyo. No sé ni siquiera por qué te hablo. Deberías enorgullecerte por esto.

El junco ni se inmutaba ante tales palabras, mas se entristecía que su compañero, el roble, estuviese tan pagado de sí mismo.

Un día un tornado arrasó la comarca y mientras que el roble se oponía a la virulencia del aire con todo su vigor, el junco se plegaba. Tan fuerte era el tornado, que terminó arrancando el roble.

Cuando llegó la calma, el junco se mantenía en pie porqué no se opuso frontalmente a la enorme fuerza que les atacaba, sino que la supo eludir, mientras que el roble cayó por creerse invulnerable, terminando por convertirse en leña para los leñadores. Al verlo el junco se decía:

-Tanta vanidad y soberbia ¿de qué te han servido? Tu inflexibilidad ante el tornado te ha llevado a tu propia caída.