No sólo engloba biología y lingüística, sino también neurología, psicología, genética… y alguna más. Pero a pesar de toda esta parafernalia de materias, la lengua no es un fósil -aunque algunas ya estén muertas-; la lengua en sí es uno de los recursos más vivos que podamos disfrutar.
La lengua late y respira, la lengua siente y se resiente, es vulnerable y se deja influenciar, nunca se inmuta y siempre se muta, no duerme aunque se despereza continuamente, evoluciona sin descanso, unas veces más lento y otras más rápido como en estos momentos, donde la lengua está teniendo transformaciones tan fuertes, que hace tan sólo unos pocos años eran inimaginables.
Y todo esto pienso que es por tres simples, llamémoslas “movilidades”:
1.- Movilidad en el espacio. Las personas con sus lenguas viajan más y se mezclan más, dando como consecuencia una gran incursión de nuevos vocablos.
2.- Los teléfonos móviles. Con los económicos mensajes de texto provocando -y lo digo como me duele- un auténtico destrozo del lenguaje, por ceñirse al límite de caracteres. Ya con eso salen muy caros a la larga.
3.- La cómoda comunicación a través de Internet creándose un lenguaje muy sintético. Hay que decir mucho en pocas palabras, con la añadidura que en este lenguaje nos faltan matices, tonos, gestos, miradas… y no sigo por no dejarlo más pobre aún.
Si miramos no muy atrás, medios de comunicación como televisión y radio fueron las encargadas de otro gran empuje evolutivo.
Recuerdo las riñas que me ganaba en casa por decir palabras tan mal sonantes entonces como: “vale” o “al loro”; encima yo para arreglarlo me llegué a comprar el “Diccionario del pasota”, de José Luís Coll.
Y palabrita del niño Jesús que no tengo ni un siglo; ni medio.