Me alejaba del lugar, lleno de veladores, todos repletos de oficinistas desayunando; sin mirar atrás y agradeciendo no haber perdido mis gafas de sol por los aires.
El primer pensamiento fue para mi pobre madre, porque le ha pasado lo mismo muchas veces; y yo encima le he reñido: “Pero ¡¿cómo has estado?!”. Definitivamente tienen razón quienes bromean con que ya me han visto con ochenta años, por lo mucho que me parezco a ella. Y ahora me aguanto.
El dolor en la rodilla me decía que algo tenía, pero no levanté el pantalón vaquero para mirar. La mano también me dolía, y esa sí estaba magullada a simple vista. Aunque lo peor era el hombro (y de rebote la cabeza), así que el instinto fue girarlo y girarlo, como cuando caliento antes de nadar; esta vez acompañado de un molesto pitido en el oído.
Hubiera agradecido estar más tiempo tumbada en el suelo mirando al cielo, a ese alto edificio de oficinas, esta vez visto desde una nueva perspectiva. Incluso hubiera agradecido también que me tragara la tierra. ¿Por qué la gente acude a levantar tan precipitadamente sin preguntar? El diligente chico que me subió del lado izquierdo me hizo aun más daño.
Es muy curioso, pero ahora lo recuerdo todo como a cámara lenta, sin sonido en un lugar tan concurrido, y en blanco y negro.
Un traspié –creo que puedo recuperar el equilibrio-. Dos traspiés –ya creo que no puedo-. Esos traspiés han sido como coger carrerilla para echar a volar, porque fue lo más parecido a eso: volar por los aires para aterrizar sin control.
Y mira que cuando llegué y vi que habían sustituido los escalones de entrada por una enorme rampa, me pareció una muy mala idea no dejar al menos un trozo de escaleras.
Nunca me han gustado las rampas, y ahora mucho menos.

El primer pensamiento fue para mi pobre madre, porque le ha pasado lo mismo muchas veces; y yo encima le he reñido: “Pero ¡¿cómo has estado?!”. Definitivamente tienen razón quienes bromean con que ya me han visto con ochenta años, por lo mucho que me parezco a ella. Y ahora me aguanto.
El dolor en la rodilla me decía que algo tenía, pero no levanté el pantalón vaquero para mirar. La mano también me dolía, y esa sí estaba magullada a simple vista. Aunque lo peor era el hombro (y de rebote la cabeza), así que el instinto fue girarlo y girarlo, como cuando caliento antes de nadar; esta vez acompañado de un molesto pitido en el oído.
Hubiera agradecido estar más tiempo tumbada en el suelo mirando al cielo, a ese alto edificio de oficinas, esta vez visto desde una nueva perspectiva. Incluso hubiera agradecido también que me tragara la tierra. ¿Por qué la gente acude a levantar tan precipitadamente sin preguntar? El diligente chico que me subió del lado izquierdo me hizo aun más daño.
Es muy curioso, pero ahora lo recuerdo todo como a cámara lenta, sin sonido en un lugar tan concurrido, y en blanco y negro.
Un traspié –creo que puedo recuperar el equilibrio-. Dos traspiés –ya creo que no puedo-. Esos traspiés han sido como coger carrerilla para echar a volar, porque fue lo más parecido a eso: volar por los aires para aterrizar sin control.
Y mira que cuando llegué y vi que habían sustituido los escalones de entrada por una enorme rampa, me pareció una muy mala idea no dejar al menos un trozo de escaleras.
Nunca me han gustado las rampas, y ahora mucho menos.
