viernes, 7 de marzo de 2008

Flechas sin diana.

Diana.

Incontables pueden ser los novios y amantes que ha tenido Diana, maridos un par de ellos, hijos cero; si no contamos los que se ha quitado.
Siempre ha tenido verdadera facilidad para El Juego de la Seducción, aunque haya perdido todas las partidas.
Ahora ha vuelto a casa, a su habitación de adolescente y está tumbada en su pequeña cama vacía. Su frágil cuerpo de apenas cuarenta kilos sufre dolores, aunque sólo se oyen gritar sus ojos hundidos.
La cuida su madre que tuvo un sólo novio, un marido y que se sepa, ningún amante. Ella parece que no esté sola, se cruza por la casa con el único hombre en su vida, que no de su vida; apenas hablan y no se miran.

La madre de Diana.

Me duele ver a mi hija ahí tumbada, parece un pajarillo herido en su cama-nido. Apenas puedo mover su débil cuerpo para alimentarla o lavarla, a pesar de su escaso peso, porque todos sus huesos se clavan en mi aliento.
Ella siempre tan acompañada y ahora tan sola. Todo el mundo tira la piel y los huesos después de comerse la fruta. Eso es lo que queda de ella: piel y huesos. Sin embargo, yo la veo llena, valiente e incansable. Lo ha estado buscando y no lo ha encontrado. Al menos lo ha intentado hasta ser cadáver que aún respira.
El mío, el único en mi vida, anda por la casa, apenas reconozco ya su voz y he olvidado su mirada.


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