domingo, 11 de noviembre de 2007

Se llamaba Charly.

Mamá nunca quiso tener animales en casa, pero aquel día del año 72 en que papá se presentó con una pareja de palomas blancas, no pudo decir que no. Y es que eran preciosas, macho y hembra venían muy juntas dentro de un cajón, más atemorizadas que por darse calor.
Las subieron al lavadero que teníamos en la azotea, instalándolas dentro de una gran jaula colgada de la pared. Las palomas eran listas y pronto se dieron cuenta que aquel era su hogar, donde no les faltaría comida y agua. Así que la jaula nunca más se cerró y sólo la usaban para dormir y procrear. ¡Y ya lo creo que procreaban! En poco tiempo la pareja pasó a ser cuatro… y ocho… y diez… y casi sin darnos cuenta se convirtieron en una bandada enorme de palomas, que daba gusto velas volar todas en círculo a la caída de la tarde.
Ocurrió que un día se cayó al suelo una de las jaulas, donde una paloma cuidaba sus polluelos recién nacidos, con tan mala suerte que pisó a uno de ellos sin querer. Al pobre polluelo se le quedó el pescuezo torcido, rechazándolo su madre por completo. Pero mi madre no iba a consentir que se muriera de hambre; así que lo bajó a casa y se lo entablilló con dos palitos de madera.
Costó trabajo sacarlo adelante, hubo que alimentarlo con pan, leche y mucha paciencia, pero consiguió que no muriera. El joven palomo se recuperó abajo con nosotros y le pusimos Charly de nombre, por la famosa canción del verano de aquel año.

Charly era casi uno más de la familia, volaba por la casa a su aire, posándose en los hombros y cabezas de todos, con toda confianza. Era muy gracioso cuando nos sentábamos a la mesa a comer, porque él tenía una esquina donde le acercábamos algunas migas de comida.
Un día, mamá decidió que ya era hora que volviera arriba con los de su especie, porque de lo contrario nunca aprendería a volar. Al principio se le veía en la azotea como fuera de lugar, pero poco a poco comenzó a volar con los otros. Charly pasaba todo el día y toda la noche arriba con los suyos excepto a la hora del almuerzo; era subir el olor a comida recién hecha y el ruido de platos… y ya veíamos aparecer a Charly escaleras abajo, escalón a escalón dando sus peculiares saltitos, hasta dar el salto más grande a su esquina de la mesa.
Sucedió que mi madre estaba ya más que harta de tanto palomo en la azotea, había que limpiarlo todo diariamente, por la gran cantidad de excrementos infecciosos que generaban. Así que a través de un conocido, decidió regalarlos a un señor que decía criar muchos en el campo. El día que vino aquel hombre con su furgoneta y los cargó a todos metidos en sus jaulas incluido Charly, mi madre lloraba, pero más lloró cuando con la furgoneta ya cerrada, el hombre le soltó como despedida: “¡Qué buenas paellas nos vamos a hacer con todos ellos!”. No le dio tiempo a reaccionar, se quedó atónita mientras el hombre arrancaba y se perdía de vista para siempre.
Y esta es la historia de Charly, la paloma a la que salvamos la vida recién nacida, que se crió y creció como uno más de la familia, y a la que nunca olvidaremos.

Dedicada con todo cariño a mi hermana Angelina:

2 comentarios:

Gabriel dijo...

Ternura + cadencia al escribir + Ingenio + otras cosas que yo me sé = Escritora.

Anónimo dijo...

Muchas gracias por tu dedicatoria.Queria mucho a ese palomito,has dado en el clavo.Creo que el nombre se lo puse yo.Muy bonita la historia y muy bien contada, tal como fue.